Y esa casita antigua fue mi vida...

San Blas es un barrio que queda ubicado en el centro de la ciudad de Quito.
Recuerdo sus calles amplias, frías, bulliciosas; edificios altos, insípidos y un cartel gigante anunciando la película de estreno en cine Quito. Es un lugar de paso. Aquí termina el centro histórico de la ciudad y comienza el sector moderno y comercial; es por eso que se mezclan las casas coloniales y edificios modernos dando un contraste nada agradable a mi gusto.
La calle Caldas es de aquellas que guarda aún tranquilidad y un aire de barrio colonial. Es una calle angosta con un pronunciado empinamiento, poco transeúnte y una vista hermosa de una imponente Basílica.

Rodeado de casas antiguas se encuentra el instituto escolar donde me eduqué. Una casa colonial grande con una puerta de hierro inmensa y pesada por la cual no ha pasado el tiempo. Era la entrada a un lugar lleno de alegrías, travesuras, enseñanzas, gente buena y amable que supieron guiarnos y enseñarnos no solo en ciencia, nos educaron también para la vida. Llegar cada fría mañana con mi mandil blanco, mi uniforme y mi lonchera, despedirme de mi padre y esperar al Sr. Vaquita (el portero) que abra ese portal gigante para mi ingreso, era un ritual que amé por muchos años.
El pasillo de entrada era adornado de grandes columnas de piedra y colgaba una lámpara de hierro gigante en la cual algún desadaptado amarró mi corbata y estuvo ahí por muchos años. En su interior al fondo, había una cancha de tierra, pequeña, histórica. Ahí se jugaron los partidos de fútbol más emocionantes, aguerridos, violentos, interminables con jugadas increíbles, goles memorables, ahí hubieron lágrimas, alegrías, triunfos, derrotas. Fue la canchita en donde nos reuníamos todos en formación para el momento cívico y el ingreso a nuestras aulas. Era el lugar donde medías tu crecimiento. Los chiquitos de grado inferior a la derecha y los más grandes a la izquierda. Era emocionante cada año ir avanzando a la izquierda. Una vez que dejó de ser la canchita de tierra se convirtió en la gran cancha de cemento y el punto de encuentro en los recreos. Rodeada en su parte oriental de enormes palmeras que guardaban muchos secretos, aventuras, expediciones y también un gran número de pelotas desinfladas. A pesar de tener un terreno reducido tenía una pequeña pista para salto largo, en el fondo todos los implemento para gimnasia; paralelas, barras, tubos grandes, etc. En la parte occidental había un espacio grande con césped. Era el lugar donde te sentabas con tus compañeras y degustabas sus colaciones. Era el sitio donde jugaban pelota los más pequeños y también donde estaban 3 juegos infantiles que eran suficientes para volvernos locos. La escalera china (que a veces servía de arco de fútbol), una resbaladera inmensa y otra pequeña. Al sur la casa donde vivía Don Vaquita y la señora Rosita, personas muy buenas y que durante años nos cuidaron y mantuvieron el lugar ordenado y limpio. Doña Rosita era muy amable y cordial, cariñosa a veces y siempre servicial. Existía también un museo, un lugar que siempre estuvo cerrado y el cual creo visité un par de veces en todos esos años. Una puerta de madera inmensa que siempre se mantuvo cerrada y también servía de arco de fútbol improvisado. En la parte norte estaba la casita donde estaban las aulas y las oficinas. La casita donde se formó a cientos de muchachos. En un costado existió por muchos años un árbol gigante de capulíes.

El ingreso era por unas gradas en forma de churo. Eran de madera y muy bulliciosas. Esas gradas eran un lugar especial, eran el vínculo de libertad y eran el sitio ideal para correr a toda velocidad, tanto al subir como al bajar. Cuando crecimos y llegamos a la adolescencia ese lugar tomó un tinte romántico y fue el sitio en el que muchas veces declaré mi amor a la niña de turno y también el sitio romántico preferido por todos.

Al final de las gradas en el tercer piso estaba el aula conocida como "el palomar", era la más alejada y tenía una vista preciosa. Con ventanas amplias podía verse el Quito histórico y el Panecillo. Era genial mirar como el sol salía poco a poco en la mañana y como la ciudad se despertaba. Miles de veces divagué mirando el Panecillo sin escuchar ni prestar atención a la clase dictada. Era el sitio ideal también par esconderse luego de hacer alguna travesura.

En el segundo piso estaba la mayoría de aulas y las oficinas. La nave principal tenía un hermoso hall con piso de baldosa transparente. Era el corazón de la institución. Ahí se encontraba el rectorado, inspección, colecturía, por un corto tiempo la biblioteca y el centro de cómputo. Cuando no se podía salir al patio era en ese hall el centro de reunión.

En la parte inferior estaba el templo. Era un lugar grande con unas bancas de madera inmensas, un altar y una frase ubicada con letras grandes en la parte superior que decía: "Cree en Jesucristo y serás salvo tú y tu casa". Siempre fuimos tratados como niños, nunca se impuso o se enseñó religión. Los cultos eran consejos, enseñanzas de respeto, lealtad, amistad y camaradería. Los cánticos... ¡como disfrutaba los cánticos!  Recuerdo con cariño aquel lugar y al Pastor, un hombre gordo, alto con una voz imponente, siempre sonriente y cariñoso.

Esa casita antigua era mi hogar. Ahí conocí a las personas más maravillosas y geniales del mundo. Ahí forjé las amistades más sólidas y sinceras, amistades verdaderas que han estado conmigo toda una vida. Ahí entendí el significado de la palabra amistad, esfuerzo, respeto, cariño y también amor. Ahí conocí a las niñas más bellas y dulces del mundo. Ahí conocí la vida.

Ese uniforme azul con plomo lo he llevado siempre.

¡Yo soy del FEBE guambrita!